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domingo, 23 de noviembre de 2008

TIEMPOS DIFÍCILES





Este sábado, de noche, por fin, regresó mi padre. La niebla estaba baja, hacía mucho frío y llovizna. Es pleno invierno. Tres años ha estado fuera. No le había vuelto a ver desde que se lo llevaron. Está envejecido. Casi no le reconozco. Pase lo que pase, después de lo de esta mañana en la escuela, no estoy arrepentido.
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La historia empezó mucho tiempo atrás, hace más de cuatro años. Entonces yo, aún no tenía once y, excepto el frío y las nevadas, todo cambió en el pueblo al irse Don Esteban y llegar los nuevos maestros, Don Manuel y Doña Paula. Son matrimonio. Mucho más jóvenes. Él, siempre muy tieso, como si desfilara. Un bigote diminuto, muy recortado; con el pelo aplastado, peinado para atrás. Cuando habla, siempre lo hace en voz alta y da la impresión de que te está regañando.
El primer cambio que hacen, es separar a los chicos de las chicas. Luego los cantos marciales por la mañana, antes de la clase: todos, en fila, brazo derecho en alto, bien extendido. Mientras nos hace cantar himnos patrióticos, pasea a lo largo de la fila. Siempre con aquella regla de madera en la mano. Cuando la coge por los dos extremos, la dobla, y si alguno baja el brazo, o no canta, le cae un reglazo en la cabeza, que suena como una bofetada.
- Para que se te despejes –le dice- .
Yo los he probado más una vez. Nunca he sentido fervor por esas canciones. Sus letras siempre me han parecido tonterías que suenan a mentira y engaño.
Con don Esteban, al que en el pueblo apodaban el republicano, las cosas eran totalmente diferentes. Cuatro años estuve con él. Con él empecé. No recuerdo demasiadas cosas con precisión, pero sí algo muy agradable que espero no olvidar nunca: el aire de sus clases y su imagen explicando.
Don Esteban se entendía muy bien con mi padre. Los libros que le prestaba, mi padre los guardaba bajo llave, en el armario del dormitorio.
- Hay que andar con cuidado, vivimos tiempos difíciles –decía-
En cambio, no hacía buenas migas con don Felipe.
- La catequesis, señor cura, debe darse en la iglesia. Como Vd. sabe, ahora la enseñanza es laica. Así que, cada cosa en su sitio.
Aunque mi padre y el cura tenían ideas opuestas, se llevaban bastante bien. Sus discusiones, acaloradas, no pasaban de ahí.
- Vamos a ver, don Felipe, si Dios existiera y fuera así como Vd. dice, infinitamente bueno y justo, este mundo debería ser una maravilla. Pero este mundo, Vd. lo sabe, es una mierda. Yo creo que su Dios es tan desconocido para nosotros como nosotros lo somos para él.
- Antonio, Antonio - voy a tener que rezar mucho por ti para que no te condenes - le decía, reprochándole.
Pero lo peor llegó con la guerra. La guerra lo trastocó todo. Cuando el pueblo cambió de bando, a don Esteban lo destituyen fulminantemente. Luego, las denuncias y las detenciones. A mi padre se lo llevan varios meses después de la llegada de los maestros. Fue al amanecer. Casi de noche. Había nevado. Aquella fue la mayor redada.
Cuatro años. ¡De cuántas cosas me he ido enterando durante todo este tiempo¡. Hasta hace bien poco, para mi era un misterio lo que mi padre podría escuchar por la radio cada noche: primero, con auriculares, por la de galena y luego, con el oído pegado al altavoz, como si temiera algo por escuchar lo que decían, en aquella con ojo mágico, la que, durante todo un año, fue componiendo con las piezas que, sospechosamente para algunos, le traía el cartero cada semana. ¡Ah, y luego las habladurías por lo de la antena de aire tendida por todo el tejado¡.
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Hoy es lunes. Mi padre ya está levantado cuando salgo para la escuela. Ha nevado por la noche pero, no hace mucho frío. Está despejado. La torre de la iglesia se recorta con perfiles nítidos por encima de las casas. El nido de las cigüeñas está nevado y vacío. Subo por la calleja. Nadie ha pasado aún por allí. En algunos sitios me hundo hasta la rodilla.
Ya no cantamos antes de las clases. Sólo la consignas, escritas en letra gótica, permanecen en la parte de arriba de los encerados y se cambian todos los meses.
Cada banco tiene dos tinteros de loza blanca. Este lunes el frío del fin de semana ha congelado la tinta.
-Toño, tráelos a descongelar -me dice el maestro, señalándome con el dedo-.
La estufa está encima de la tarima, muy cerca de su mesa. De dos en dos los voy colocando al calor, encima de la chapa metálica.
- ¿Qué tal tu padre, Toño? - me pregunta cuando dejo el último par.
- Bien, en casa –respondo- .
- Ya ha vuelto ¿no?.
- Si, llegó el sábado por la noche.
- ¿Sabes que tu padre ha tenido mucha suerte?. Gracias a don Felipe, que ha salido por él, que si no... porque, lo que hacía era muy grave, supongo que ya estarás enterado –me dijo- Lo dijo, muy serio, como amenazando. Noté rabia y desprecio en su palabras, como si él hubiera querido otro final. Me quedé frente a él, firme, mirándole a los ojos. Toda la furia se me subió a la garganta. Lo solté de golpe, como un disparo.
- Vd. es un cabrón hijo de puta. Tiene razón la gente cuando dice que fue Vd. el que lo hizo– Se quedó inmóvil, mirándome pero, no me dijo una palabra.
Después, yo, di media vuelta, me acerqué al banco, cogí mi cartera de tela gris y salí a la calle.
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© Valeriano Franco


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